- La maté porque era mía, Sr. Juez. Y se me iba.
Esa será mi vana y absurda defensa. No puedo escapar, no pienso escapar. ¿Qué clase de vida me espera después de hoy? Monstruo, me gritarán seguro.
Nada de eso importa. Qué saben los demás de nosotros y del amor.
El amor duele, créanme. Duele como duele cualquier otra belleza en este mundo. A veces deseamos con tanta fuerza algo que es mejor nunca conseguirlo. Mejor dejarlo en deseo, mejor dejarlo en quizás.
- Se lo juro, Sr. Juez - le diré cuando pregunte - que aquella canción me leyó la mente, seguro que usted la conoce, “Quisiera ser la sombra de tu sombra, la sombra de tu mano, la sombra de tu perro, pero no me dejes, no me dejes…”. Y yo era una sombra nomás y ella se me iba.
Recuerdo mis dedos como hormigas bajando por su espalda. A ella le gustaba tanto. Esos mismos dedos, esos mismos gestos que ahora palpan y miden donde hundir el terrible filo de mi desdichado rencor, allí sobre su cintura, para comprobar de una vez y para siempre el dulce y metálico aroma, la ternura de su esencia misma.
Tengo la certeza de tener poco tiempo. Tres disparos asustan a muchos curiosos, pero llaman la atención de otros tantos. Manos a la obra entonces.
¿Te acordás lo que te decía tantas veces entre caricias? Siempre te dejaba los ojos húmedos de risa. Me tirabas del pelo y te volvías a reír. Te acordás, que entre abrazos y al oído yo decía:
- Querida, te quiero tanto que te comería.